Cuando estoy arriba las vistas no son de París precisamente, pero me conformo con una cerveza y una buena confidencia. Con un rato entre sonrisas amparados por la lámpara de mi salón. Con un descuido que termina con las sabanas enredadas en los pies, y los pies enredados en las piernas; o simplemente con un mirar el reloj y que sean las diez de un viernes por la noche.
Pero, cuando estoy abajo... Ay cuando estoy abajo. Es como un viaje al centro de la tierra, porque duele tanto que a veces parece que queme. Es como si el corazón estuviera haciendo rafting sin chaleco salvavidas y se fuera ahogando clavando todas las piedras en los costados ya desollados.
Pero no se ir con el freno de mano echado. No se ponerme el arnés de seguridad, llamadlo masoquismo emocional o qué se yo. No se evitar la emoción de un recuerdo, por muy extasiada que esté. No se reprimir a mi niña interior ni a mi adulta inmadura. No se. Y como no se, me he jurado que cambiaré de vida todos los domingos. Porque en los domingos de no saber, lo mejor es coleccionar recuerdos, de pa aqui pa allá.
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